De un tiempo a esta parte, parece que todo y todos en España confabulan para que nuestra Sociedad se divida y polarice. Elige. O eres del Madrid o del Barça. O lees El País o El Mundo. O eres del PP o del PSOE. O estás conmigo o contra mí.
Sin embargo, algunos no estamos de acuerdo con esa visión simplista de la vida que intentan imponernos. No creo que todo se pueda dividir en blanco o negro, buenos y malos e indios y vaqueros. Como si el mundo fuera un futbolín con límites y reglas bien definidos.
Entre el blanco y el negro, yo veo una enorme gama de grises. Soy hincha del Atleti y no soy de ningún partido, sino que entrego mi voto cada cuatro años a quien creo que puede hacer mejor la Sociedad en la que vivo.
No creo en el bipartidismo ni en el voto útil. No creo que dos partidos políticos puedan representar todas las ideologías, sueños y esperanzas de 47 millones de españoles. Y desconfío de los que nos repiten que el actual sistema es el mejor posible, poniendo como ejemplo de ingobernabilidad a Italia, olvidándose sistemáticamente de que el país más próspero de Europa -Suiza- es gobernado por una coalición de siete partidos.
Si alguien se está beneficiando de este enfrentamiento ficticio, desde luego, no es la Sociedad sino un conjunto de poderes fácticos e intereses económicos que desconozco y no me representan. Cada vez que renunciamos a juzgar nuestras propias ideas o creencias con el único argumento de que el otro -el diferente, el enemigo– es más, menos, peor, también o tampoco, perdemos un poco de nuestra libertad.
Algunos dicen que soy profundamente de izquierdas porque creo en los impuestos directos y en pagar hasta el último céntimo.
Otros piensan que soy profundamente de derechas porque creo que, si en casa no funciona gastar 6 cuando se ingresa 5, tampoco funcionará para el país.
Creo que, en lo fundamental, pienso igual que el 99% de la gente. Casi todos educamos a nuestros hijos con los mismos valores. Valores que nos unen, no nos diferencian.
Pero, sobre todo, creo que el mundo no es un futbolín, que es maravillosamente imperfecto. Demasiado impredecible para reducirlo a un juego de reglas básicas. Sé que es incómodo reconocer la posibilidad de que no sólo haya buenos y malos, pero también es mucho más humano.
Al fin y al cabo, ni siquiera en el futbolín las reglas son iguales para todos.